La frase del día

sábado, 23 de junio de 2012

-Alergia a la felicidad

—Señora, es usted alérgica a la felicidad.

Paula escuchó al doctor y quedó confusa. ¿Qué tontería era esa? En seguida pensó en que le había tocado el graciosillo de turno. Esbozó una sonrisa pícara, y esperó a que soltara el resto del chiste, algo como que era una rosa o cualquier tontería parecida. La gravedad de la expresión del médico hizo que la sonrisa acabara convertida en una mueca. 

—No entiendo. ¿Qué quiere decir eso?

—Verá señora, es algo sumamente raro, sólo se conoce un caso anterior al suyo, y no sabemos demasiado sobre él, pero intentaré explicárselo de forma sencilla. En el cuerpo humano hay muchos procesos químicos, en uno de ellos intervienen las endorfinas, estas substancias se liberan ante determinadas reacciones, la mayoría asociadas a bienestar o felicidad, llámelo como quiera, pero en su caso, que es tan raro que aún no tiene ni nombre, esas endorfinas, sin saber por qué, atacan a las conexiones neuronales, deshaciéndolas. De momento no sabemos cómo inhibir el proceso.                   




—¿Y es muy grave? —preguntó Paula.

—Mucho, debe de evitar cualquier situación que libere endorfinas o morirá. Es muy duro decirlo así, pero quiero que lo tenga muy claro.

—Sólo me he desmayado un par de veces. Yo no creía que…

—El cerebro se autoprotege de esa manera, pero la siguiente vez que le pase, podría ser mortal interrumpió el doctor.

—¿Y qué puedo hacer?

—Evitar todo lo que le produzca placer; sexo, chocolate, deporte, esas suelen ser cosas que liberan muchas endorfinas. Pero nadie mejor que usted sabe lo que le produce bienestar. Debería de hacer una lista de esas cosas y evitarlas a toda costa.

—Pero… eso no es vivir. Me está diciendo que tengo que renunciar a todo lo bueno de la vida.

—Mujer… Piense que no es algo definitivo. Seguimos investigando, quizás algún día…

Paula abandonó la consulta abatida, no acababa de entenderlo. Debía haber algún error. Era absurdo todo lo que le había contado ese medicucho. Le había costado tanto llegar a donde estaba, tanto esfuerzo… Para mucha gente tener una vida normal era lo lógico, pero no para ella, había tenido que ganársela  muy duramente, había crecido entre chabolas, había conocido todas las facetas oscuras que puede tener el ser humano en su propia piel, había caído en todos los vicios, había cometido todas las bajezas que puede hacer una mujer. Estaba viva de milagro, la suerte la había mantenido con vida sólo para burlarse de ella.

Necesitaba una segunda opinión. No creía nada de lo que había escuchado. Llegó hasta su coche, un descapotable precioso. Tras una mirada fugaz al espejo retrovisor se gustó. Se puso unas gafas de sol y se soltó el pelo. A su oído llegó el precioso rugido del seis cilindros en “V” que se escondía bajo el capó de su amor. Enfiló la carretera de la costa,  y mientras conducía sintió que era libre, el viento hacía ondear su pelo al aire, las olas rompían contra las rocas a escasos metros, creando una fina película de agua que la refrescaba.

Despertó en un hospital; el mismo del que acabada de salir hacía un rato. Estaba aturdida y confusa. Una enfermera le explicó el accidente. Gracias a Dios no había afectado a nadie más. El médico que la visitó entro en la habitación enfadado.

—Le dije que tuviera cuidado. Ha podido matarse.

—Yo no pensé… No creí… Sólo volvía a casa.

—Olvídese de coches, de bombones, de sexo. Se lo dejé muy claro.

—No me dijo nada de coches.

—Mire… Yo no puedo saber todas las cosas que le producen endorfinas, no la conozco. Podría excitarse viendo pintar una pared, o escuchando el himno de su equipo de fútbol. Es usted quién debe evitar esas situaciones, usted sola. Hemos llamado a su marido, espero que él la convenza de la gravedad de su situación. Ahora descanse y reflexione un poco sobre el tema. Ha tenido suerte de salir ilesa del accidente.

—Tengo una amiga que trabaja en este hospital, ¿Pueden llamarla, por favor?  Se llama Ana, Ana Escocia.

—No creo que sea bueno que tenga visitas, no por ahora. Podría producirle otro acceso. Por ahora intente descansar. Cuando esté todo normalizado estudiaremos el tema de las visitas.

Los días siguientes fueron un calvario, cada vez que veía a su marido o a su amiga Ana, su estado empeoraba, no podía  recibir consuelo, ni un beso, ni un abrazo, esas atenciones la podían matar. Al final no quedó más remedio que prohibir totalmente las visitas.

Paula pensaba en cómo había llegado hasta ahí. Había sido una golfilla que se ofrecía por una dosis al primero que pasaba. Robaba lo que podía al descuido. Había despertado tantas veces inconsciente tirada en el suelo, que pensaba que era lo normal. Sólo apreciaba  a Rosa, ella era lo más parecido a una amiga que podía tener en aquel barrio, se prestaban dinero, se curaban  las heridas. Muchos días despertaban juntas  con las bragas enrolladas en un tobillo y cubiertas de semen. A veces con algo de dinero, a veces sin nada.

Uno de esos días Rosa no despertó, Paula lloró y gritó, pero nadie hacía caso a dos putas drogadas. Estuvo allí tirada en el suelo toda la mañana. Hasta que la recogieron como se recogen los muebles viejos. Nadie fue a su entierro, sólo Paula la lloró, y algo dentro de ella se rompió en ese momento, eso no era vida, no lo era, tenía que huir, escapar de esa mierda.

Qué hijo deputa que es el destino, había sobrevivido a puñaladas, sobredosis, palizas… Y ahora un abrazo o un beso podía matarla. ¿Quién podía ser tan cruel? Recordar el pasado la ayudaba, tanta tristeza y dolor equilibraba su organismo y hacía que funcionara con normalidad, con una jodida normalidad.

Tras la muerte de Rosa, se dirigió a la estación de trenes y se metió en el  primero que vio. El revisor se apiadó de ella que fingía estar dormida, y no le exigió el billete.  Despertó en otra ciudad donde nadie la conocía. Una ciudad  que olía a mar, y lo más importante, donde no conocía a nadie que le pasara drogas ni la tentara. Sin dinero, sin amigos, estaba perdida y sin saber qué hacer, pero sabía muy bien lo que no quería hacer, lo sabía con toda su alma. Lo primero era su aspecto. Hacía días que no se duchaba, la ropa olía mal, y no sabía cómo solucionarlo. Pero todo sucedió sin planearlo. Sus pasos la llevaron hasta el mar, donde la gente disfrutaba de un hermoso día de playa. Se quitó los  andrajos que llevaba y entro desnuda en el agua para purificarse. Las cálidas aguas del Mediterráneo la abrazaron, fue como un rito de iniciación, la Paula que salió del agua nada tenía que ver con  la que entró.

Fue todo tan sencillo, tan extrañamente sencillo, sin mentiras, sin engaños.

—Tápate guapa, que ésta no es una playa nudista y tendrás un disgusto. —Le dijo un desconocido en tono simpático.

—Lo haría si tuviera ropa, pero no la tengo.

—¿No  tienes ropa?

—No tengo nada de nada, sólo lo que ves.

—No te muevas de aquí, eso lo arreglo yo inmediatamente –dijo el desconocido mientras salía corriendo.

Paula lo vio desaparecer entre el gentío, pensando que no volvería. Pero al poco rato apareció con un precioso vestido de lino con unos ribetes morados, y se lo entregó.

—Es precioso, pero no tengo dinero para pagarte.  Te lo agradezco pero no puedo aceptarlo  —dijo Paula mientras lo rechazaba.

—Si me cuentas  cómo has acabado aquí desnuda, te lo regalo, es lo justo. Un vestido a cambio de una buena historia, y creo que salgo ganando en el trato. Las buenas historias cuestan mucho dinero.

 Paula sonrió, y le contó la historia, vaya si lo hizo, con pelos y señales, sin omitir nada, nunca volvería a mentir, no lo volvería a hacer, nunca.

Y ese desconocido en vez de salir corriendo, en lugar de buscar alguna excusa, la miraba con ojos embelesados, con ojos de alguien a quien le han robado la voluntad, rendido ante las palabras de Paula.

Lucas, que así se llamaba el desconocido, presentó a Paula a sus amistades, sorprendidas ante el enamoramiento fulminante de su amigo, al que tenían catalogado como soltero recalcitrante. Vivieron juntos desde el primer día, a los seis meses se casaron, y a los dos años tuvieron una preciosa niña. Paula encontró trabajo en una tienda de ropa, la vida parecía que les sonreía…

La situación de Paula en el Hospital no mejoraba nada, cada vez estaba peor. Se había convertido en una persona tan buena que sacaba felicidad de todas las cosas, y eso la estaba matando. No encontraban ninguna solución satisfactoria. Parecía que era sólo cuestión de días. La vida de Paula se apagaba lentamente. No podía ver a su hija, ni a su marido, pero seguía agradeciendo el haberlo conocido, la oportunidad de haber empezado una nueva vida. Y a pesar de todo lo que le estaba pasando se sentía afortunada, y eso la estaba matando.

Un día la llevaban en la silla de ruedas a hacerle unas pruebas. Al entrar en la sala se encontró con Lucas, su Lucas, encima de Ana. Ana estaba de espaldas sobre una camilla, y su marido le sujetaba  los tobillos sobre su cabeza mientras se la follaba salvajemente. Era lo último que esperaba ver, y sin esperar a que la enfermera que la acompañaba reaccionara, sacó fuerzas de donde no las había y ella misma giró la silla de ruedas para escapar de allí.

Paula mejoró, ironías del destino, ya no creía en la buena fe de la gente. Se negó a volver a ver a su marido y a su amiga. Vive en una residencia con un precioso jardín, Y nunca más volvió a sonreír. Se limita a regar sus plantas con la mirada perdida.

Todos los días, a la misma hora, un hombre y una  niña suben hasta la ladera de una montaña, desde allí observan a una mujer que riega las plantas…

—Papá, ¿Podremos ir con mamá hoy?

—Algún día hija, algún día. —Responde siempre mientras intenta ocultar las lágrimas que se deslizan por su rostro.


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